viernes, 7 de junio de 2013

La Feria desde la barrera

Desde hace años acudo a la Feria a pasarlo bien, como diría el ínclito Sr. Chinarro. Por hache o por beta, me temo que en esta ocasión me perderé ese ritual autodestructivo. Pasear por las casetas del Retiro, allende turistas y patos, se parece a ejercer de flâneur por un mundo de libros, con el consiguiente riesgo de padecer el síndrome Fahrenheit. Lo cierto es que la Feria es un mal trago para los bolsillos y un pésimo remedio para la tensión ocular. Sin embargo, como en las otras ferias ―las de tren de la bruja y tiovivo―, uno no puede reprimir la pulsión de subirse a la atracción más peliaguda. En la Feria he hecho casi de todo, por encargo o por placer: me he integrado en una cola exultante a pleno sol para que me firmara un libro Geronimo Stilton, he hablado bajo una carpa sobre la joven poesía (cuando uno era ciertamente joven y difusamente poeta), y hasta he firmado ejemplares en un stand-pecera. Recuerdo que mi lista de ventas estuvo compuesta por un señor que compartía mi segundo apellido, por algunos amigos compasivos del otro autor (autóctono) que firmaba conmigo y por ciertos lectores anónimos que, tras hojear profusamente las novedades, se atrevieron a probar suerte. No sé si la Feria me gusta o no: tiene algo de hoguera de las vanidades, de planto por el fin de todo (ah de los libros) y de aparatosa performance colectiva. Sin embargo, sí estoy convencido de algo: este año la voy a echar de menos.



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