Desde hace años acudo a la Feria a pasarlo bien, como diría
el ínclito Sr. Chinarro. Por hache o por beta, me temo que en esta ocasión me
perderé ese ritual autodestructivo. Pasear por las casetas del Retiro, allende turistas
y patos, se parece a ejercer de flâneur
por un mundo de libros, con el consiguiente riesgo de padecer el síndrome
Fahrenheit. Lo cierto es que la Feria es un mal trago para los bolsillos y un
pésimo remedio para la tensión ocular. Sin embargo, como en las otras ferias ―las
de tren de la bruja y tiovivo―, uno no puede reprimir la pulsión de subirse a
la atracción más peliaguda. En la Feria he hecho casi de todo, por encargo o
por placer: me he integrado en una cola exultante a pleno sol para que me
firmara un libro Geronimo Stilton, he hablado bajo una carpa sobre la joven
poesía (cuando uno era ciertamente joven y difusamente poeta), y hasta he
firmado ejemplares en un stand-pecera. Recuerdo que mi lista de ventas estuvo
compuesta por un señor que compartía mi segundo apellido, por algunos amigos
compasivos del otro autor (autóctono) que firmaba conmigo y por ciertos
lectores anónimos que, tras hojear profusamente las novedades, se atrevieron a
probar suerte. No sé si la Feria me gusta
o no: tiene algo de hoguera de las vanidades, de planto por el fin de todo (ah
de los libros) y de aparatosa performance colectiva. Sin embargo, sí estoy
convencido de algo: este año la voy a echar de menos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario