lunes, 2 de mayo de 2011

Sábato en el laberinto

Ernesto Sábato pertenecía la rara estirpe de los escritores-minotauros, encerrados en el laberinto de su escritura a la espera de un lector-Ariadna capaz de desenredar el ovillo de la curiosidad. Entré en El túnel en la adolescencia, una etapa adecuada para divisar mejor que nadie la ventana escondida en el cuadro de Juan Pablo Castel y para compadecerse de las neurosis amatorias del pintor. Supongo que ahora la novela habrá perdido parte del encanto que poseen esos tres grandes incomprendidos: los escritores primerizos, los amantes impenitentes y todos los adolescentes sobre la faz de la tierra. Sin embargo, al reproducirla en la moviola de la memoria, me sigue produciendo una extraña sensación de desasosiego, como El extranjero o Tiempo de silencio, novelas que leí hace más de tres lustros y que recuerdo con mayor nitidez que casi todas las imprecisas lecturas recientes. Habría olvidado que Sábato seguía viviendo, aunque fuese en la intimidad doméstica de su laberinto, si no hubiera visitado Argentina (mejor dicho, lo que Argentina deja verse en unas pocas semanas) el pasado verano. Allí conocí a otro Sábato: el que señala con el mismo dedo que pone en la llaga, el que dice “yo acuso” y el que dialoga con los fascinantes y terribles cuadros de Antonio Berni, un pintor que también descubrí en aquel viaje y del que prometo hablar otro día.

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