lunes, 9 de mayo de 2011

La mar de cemento

Volvemos de Cádiz por la costa. Después de fatigar el cuentakilómetros, el paisaje cambia abruptamente para abrirse a un horizonte futurista: bungalós edificados sobre la falda menguante de algún claro creciente, chalés chabolistas con desgastado lustre de los años noventa y hoteles-patera con sauna y spa al pie de alguna fuente (de ingresos) natural. Un paisaje familiar, en definitiva. El estallido de la pompa y circunstancia inmobiliaria debió de ser una sorpresa para quienes habitaran en la parte sostenible de la meseta, pero para nosotros, los costeños, resultaba tan infalible como la conclusión de un silogismo: las burbujas demasiado grandes terminan por explotarnos en las narices. Si no, pregúntenselo a cualquier niño. Y en esas andaba cuando leo en el periódico la entrevista a una política que asegura no tener empacho ni rubor en declarar sus astronáuticos ingresos. Supongo que será una consecuencia de la falacia de la sinceridad tan valorada en ciertos reality shows —“voy de cara, tía, pero no hay quien te aguante”—. Sin embargo, decir las cosas (cualquier cosa) sin que a uno se le caigan los anillos no me parece un síntoma de honradez, sino una prueba de arrogancia. Javier Marías suele recordarnos por escrito que el pudor nos obliga a callar lo que no es conveniente decir, porque sabemos que va a ofender a los demás, porque resulta inapropiado o incluso porque corre el riesgo de ser malinterpretado. A menos que no nos preocupe ni siquiera salvar las apariencias. Como los edificios que invaden la costa, el armazón de nuestra sociedad puede acabar siendo de cemento armado.



No hay comentarios:

Publicar un comentario