lunes, 30 de mayo de 2011

París a través de Woody Allen

Desde que recuerdo tener algo similar a una “memoria cinéfila”, Woody Allen me ha parecido una isla. No uno de esos islotes con palmera que aparecen en los chistes de náufragos, sino un auténtico archipiélago creativo, que poseía la facultad de levantar un océano entre la sala de cine y el orden del mundo. En algunas de sus películas, no podemos dejar de seguir el ritmo con el pie ni de recorrer la secuencia con las pupilas. Debo reconocer, sin embargo, que últimamente su isla se estaba empezando a llenar de turistas: si su paseo por Barcelona consiguió irritarme, sus vacaciones en Londres tampoco llegaron a seducirme demasiado, aunque de todo haya en la cuna de Shakespeare. Así que fui a ver Medianoche en París con cierto recelo. Y, no obstante, salí reconciliado (de nuevo) con el director y enamorado (otra vez) de la Ciudad de las Luces. Aunque no estoy dispuesto a ejercer de aguafiestas argumental, es cierto que Woody Allen no asumía riesgos metaficcionales parecidos desde los tiempos de Zelig o de La rosa púrpura del Cairo. Y aquí vuelve a demostrarnos que la fantasía no está exenta de realismo, y que la realidad sería terriblemente sosa sin el condimento de la imaginación. Hace unos meses achacaba al síndrome Dickens mi desapego hacia el cine de Eastwood. En Medianoche en París, he descubierto que Mark Twain tiene la culpa de mi afinidad con esos personajes desgarbados que pululan por el celuloide woodyallenesco, y que a veces se parecen al Owen Wilson de Los Tenenbaum. Sí, París bien vale una entrada. Especialmente, para la sesión golfa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario