lunes, 18 de marzo de 2013

Para qué poetas en tiempos de crisis



Después de leer el reportaje “Una crisis de novela”, escrito por Javier Rodríguez Marcos y publicado ayer en el diario El País, siento una insana envidia por los parientes narrativos del homo liricus. Me temo que si la poesía aspira a ser algo más que un “lujo cultural” patrocinado por instituciones libres de impuestos en tiempos de libre especulación inmobiliaria, el vate oracular no tendrá más remedio que aprender a poetizar cuestiones más bien prosaicas. Sin embargo, al poeta contemporáneo (y al crítico que todo poeta contemporáneo carga a sus espaldas) la actualidad le provoca una mezcla de desazón estética y de urticaria emotiva. Creo que dos razones sustentan esa agorafobia. Por un lado, la sacralización de las esencias ―poco importa que tales esencias sean metafísicas, culturales o sentimentales― ha cristalizado en un lenguaje que, como promueven algunos métodos de idiomas, se las apaña con mil palabras para registrar sus tempestades anímicas y sus tormentas de verano. Por otro lado, el compromiso remite aún a los modos impuros de un caballo verde saldado como picadillo de hamburguesa alucinógena. No obstante, el temor cerval al prosaísmo y el miedo africano a la demagogia no pueden servir de eternas excusas, sobre todo cuando los autores actuales disponen de suficientes armas y bagajes ―en forma de ironías disolventes e insolentes, correlaciones peligrosas y juegos de identidad― como para suscitar veinte preguntas retóricas y alguna que otra respuesta desesperada. Ya sabemos que perder las formas no implica ganar el fondo, y que pronunciar poesía y sociedad en la misma frase es tan peligroso como mezclar Coca Cola y Baileys. Pero no es menos cierto que nuestra posmodernidad líquida y licuante se ha especializado en hacer de la necesidad virtud. Ignoro en qué espacio habrá de fraguarse esa nueva dialéctica colectiva, pero lo común no me parece un mal lugar: libros recientes como Mercado Común, de Mercedes Cebrián; El común de los mortales, de Jorge Riechmann, y Zonas comunes, de Almudena Guzmán, han conseguido dar otro sentido al sentido común. En definitiva, estoy deseando leer un soneto dedicado a Lehman Brothers y una lamento elegiaco por la costa valenciana. Por ejemplo.


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