jueves, 30 de abril de 2015

Una de misterio: EL ANTICUARIO, de Gustavo Faverón Patriau




El anticuario es una novela deslumbrante, donde convergen la atmósfera gótica, la intriga policiaca y la pesquisa metaliteraria

  
Hasta hace unas semanas sabía dos o tres cosas sobre Gustavo Faverón Patriau. Sabía que nació en Lima en 1966. Sabía que ejerce la docencia en una universidad norteamericana. Sabía que estuvo al timón del blog Puente Aéreo, cuyas recomendaciones sirvieron como aguja de marear para innúmeros lectores de ambas orillas. Sabía que coordinó con Edmundo Paz Soldán uno de los primeros ensayos dedicados a Roberto Bolaño: Bolaño salvaje (Candaya, 2008 y 2013). Desde hace unas semanas sé que Gustavo Faverón es un magnífico narrador. No en vano, El anticuario (Candaya, 2015) tiene la frescura de las primeras novelas, al tiempo que carece de los vicios habituales de las novelas primerizas. En cierta ocasión, Roberto Bolaño afirmó que después de La invención de Morel resultaba un anacronismo diseñar una obra lineal, cuyo único centro de gravedad descansara en la trama. Según Bolaño, una novela contemporánea exigía la conjunción de tres ingredientes: estructura, juego y cruce de voces. Estas son las tres claves que definen la arriesgada apuesta de Gustavo Faverón.


Por lo que respecta a la estructura, El anticuario funciona como una sucesión de muñecas rusas. Hay flashbacks y prolepsis, retazos macabros y relatos verídicos, fragmentos alucinantes y fugas alucinógenas que proponen una versión encriptada de la propia historia. El autor ha elaborado un tapiz que tira del hilo de las Mil y una noches y que se resiste a ceñirse la camisa de fuerza de los géneros literarios. Por ese motivo, El anticuario puede leerse como una novela gótica, una novela de terror psicológico, una novela policiaca o una novela metaliteraria ―bibliófila y bibliópata―, pero no debe leerse exclusivamente como nada de lo anterior. Acaso cabría decir que esta es una novela de misterio escrita contra las novelas de misterio, del mismo modo que El Quijote es una novela de caballerías escrita contra las novelas de caballerías.


En cuanto a la faceta lúdica, El anticuario juega su baza desde el momento en el que el narrador ―un tal Gustavo― decide conversar con Daniel, un amigo de la facultad internado en una clínica psiquiátrica después de haber sido acusado de asesinar a su novia. A partir de esta premisa se despliega una red de conspiraciones, mentiras y crímenes que nos obligará a perdernos en laberintos Marienbad y en bibliotecas borgianas, a firmar pactos fáusticos, a elegir entre dobles identidades dignas del Vértigo de Hitchcock, y a sumergirnos en los abismos de la locura, tal como sugirieron Denis Lehane y Martin Scorsese en Shutter island. Más allá de esta conexión referencial, también hallamos en El anticuario un juego peligroso. “Ya jugó al detective”, le recrimina el policía Vicario al narrador en cierto momento. Al fin y al cabo, ni el narrador ni los lectores descubriremos sino lo que Daniel quiere que descubramos.


Vayamos, por último, al punto de cocción de la receta: el cruce de voces. El anticuario se concibe como una novela coral que da vida a una prolija galería de personajes al filo de la demencia, o plácidamente instalados en ella: Daniel y El Anticuario, Daniel y su hermana Sofía, los tres extraños socios de El Círculo, el siniestro librero Yanaúma, las dos Julianas, los dos policías que solo son uno, la loca Huk... Las vinculaciones entre estos personajes remiten a una sutil intertextualidad quijotesca. De hecho, la enfermedad que padece Daniel-El Anticuario es una variante del mal que atormentó a Alonso Quijano-Don Quijote: la voluntad de ordenar el mundo según el orden aprendido en los libros.


En suma, El anticuario nos habla de la dependencia recíproca entre la literatura y la muerte, o entre el arte y la deformidad. Más allá del placer que proporciona una prosa envolvente y exacta, no es difícil ver en estas páginas una alegoría de la violencia como mal endémico y como disfraz de la identidad colectiva. Aunque no se concreta la cartografía en la que transcurre la acción, sí se aprecia la sombra de la guerra encubierta que vivió Perú en los años ochenta y noventa. La realidad dual e irreconciliable que atraviesa el relato ―dos mujeres con el mismo nombre, dos pabellones psiquiátricos, dos amigos, dos hermanos― actúa como trasunto de una sociedad fracturada, cuyas mitades solo podrían recomponerse si un fuego purificador invirtiera los roles asignados a los locos y a los cuerdos. Háganse el favor de leer El anticuario. No se arrepentirán.


Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 30 de abril de 2015

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