En
el esquivo mundo de las afinidades literarias, a menudo nos sentimos
defraudados cuando les ponemos rostro y psicología a quienes hasta el momento
solo les habíamos atribuido voz y letra. No obstante, existen algunas excepciones
a esa norma. Sin duda Félix Grande era uno de esos casos; un ejemplo de que la
personalidad y la persona no son entidades irreconciliables, por más que
Rimbaud se empeñara en convencernos de lo contrario.
Coincidí con Félix Grande en dos ocasiones. La primera vez fue con motivo de un premio que concedieron a mi ópera prima, en un acto en el que también se distinguía a figuras más distinguidas de otros gremios. Yo deambulaba como un flâneur cualquiera entre artistas egregios y tortillas deconstruidas, sin atreverme a pedirles un autógrafo a los primeros ni a hincarles el diente a las segundas (luego descubrí que la cuchara era preceptiva). También me había acercado a la obra de Félix Grande como un paseante distraído, tras extraviarme por varias antologías y hacer parada y fonda en algunos de sus poemas. En aquellas fechas el autor había publicado La balada del abuelo Palancas, una extraordinaria novela que hundía sus raíces en tierras manchegas y elevaba sus ramas hacia los cielos del realismo mágico. Mientras devoraba las páginas de ese libro inclasificable pensaba en su genealogía casi quimérica. Solo si García Pavón ―el creador del genial inspector Plinio― se hubiera sumergido en la Rayuela de Cortázar, habría acertado a concebir algo similar. La balada… era un monumento a la memoria colectiva, y su artífice navegaba con tino entre esas dos ínsulas cervantinas que llamamos tradición y modernidad. Esa noche tuve la impresión de que en el propio Félix Grande se conjugaban con naturalidad ambas facetas. Al ir a recoger el galardón, más abrumado por el peso literal que por la responsabilidad literaria que se me venía encima, me miró con una pizca de compasión y me dijo: “Bienvenido a territorio comanche”.
Volví a verlo unos años después. Interveníamos en un programa de radio que se emitía en Alicante. Por entonces había leído las apasionadas y apasionantes rubáiyátas del heterónimo Horacio Martín, compuestas con la aquiescencia de Omar Khayam. Me había dejado arrastrar por la cadencia rota de Blanco Spirituals, el libro que ―con permiso de Blues castellano, de Antonio Gamoneda, y de algunos interludios musicales de Ángel González― contribuyó a que la lírica española del medio siglo sonara de otra manera. E incluso tenía mi “poema favorito” de Félix Grande: “Espiral”, un tapiz cosmogónico y fragmentario que demostraba que la historia de la humanidad se muerde la cola. Félix Grande me atacó a traición. Cuando llegó el turno de leer nuestros poemas, me arrebató el libro que yo acababa de publicar y recitó mis versos balbucientes con rotundidad enérgica. Condenado de antemano al fracaso en aquella dispar tensón, cogí la Biografía de Félix Grande por las hojas, y empecé a leer: “Ofendo, como ofenden los cipreses. Soy / el desanimador”. Y así continué hasta el estremecedor desenlace: “Ofendo como ese camino que conduce / al cementerio. Como la cera ofendo, amada. / Como la cera, madre. Desanimo y ofendo, / madre, como las flores que mienten en las lápidas”. Después aparecieron La cabellera de la Shoá, incluido como colofón de su poesía completa, y Libro de familia. Para el flamencólogo, el hombre y el escritor que comparecieron bajo el nombre de Félix Grande no hay mejor plegaria que la que el poeta dedicó a la guitarra de Paco de Lucía: “Y que Dios te bendiga por ese ruido eterno / que suena como suena la palabra perdón”.
Coincidí con Félix Grande en dos ocasiones. La primera vez fue con motivo de un premio que concedieron a mi ópera prima, en un acto en el que también se distinguía a figuras más distinguidas de otros gremios. Yo deambulaba como un flâneur cualquiera entre artistas egregios y tortillas deconstruidas, sin atreverme a pedirles un autógrafo a los primeros ni a hincarles el diente a las segundas (luego descubrí que la cuchara era preceptiva). También me había acercado a la obra de Félix Grande como un paseante distraído, tras extraviarme por varias antologías y hacer parada y fonda en algunos de sus poemas. En aquellas fechas el autor había publicado La balada del abuelo Palancas, una extraordinaria novela que hundía sus raíces en tierras manchegas y elevaba sus ramas hacia los cielos del realismo mágico. Mientras devoraba las páginas de ese libro inclasificable pensaba en su genealogía casi quimérica. Solo si García Pavón ―el creador del genial inspector Plinio― se hubiera sumergido en la Rayuela de Cortázar, habría acertado a concebir algo similar. La balada… era un monumento a la memoria colectiva, y su artífice navegaba con tino entre esas dos ínsulas cervantinas que llamamos tradición y modernidad. Esa noche tuve la impresión de que en el propio Félix Grande se conjugaban con naturalidad ambas facetas. Al ir a recoger el galardón, más abrumado por el peso literal que por la responsabilidad literaria que se me venía encima, me miró con una pizca de compasión y me dijo: “Bienvenido a territorio comanche”.
Volví a verlo unos años después. Interveníamos en un programa de radio que se emitía en Alicante. Por entonces había leído las apasionadas y apasionantes rubáiyátas del heterónimo Horacio Martín, compuestas con la aquiescencia de Omar Khayam. Me había dejado arrastrar por la cadencia rota de Blanco Spirituals, el libro que ―con permiso de Blues castellano, de Antonio Gamoneda, y de algunos interludios musicales de Ángel González― contribuyó a que la lírica española del medio siglo sonara de otra manera. E incluso tenía mi “poema favorito” de Félix Grande: “Espiral”, un tapiz cosmogónico y fragmentario que demostraba que la historia de la humanidad se muerde la cola. Félix Grande me atacó a traición. Cuando llegó el turno de leer nuestros poemas, me arrebató el libro que yo acababa de publicar y recitó mis versos balbucientes con rotundidad enérgica. Condenado de antemano al fracaso en aquella dispar tensón, cogí la Biografía de Félix Grande por las hojas, y empecé a leer: “Ofendo, como ofenden los cipreses. Soy / el desanimador”. Y así continué hasta el estremecedor desenlace: “Ofendo como ese camino que conduce / al cementerio. Como la cera ofendo, amada. / Como la cera, madre. Desanimo y ofendo, / madre, como las flores que mienten en las lápidas”. Después aparecieron La cabellera de la Shoá, incluido como colofón de su poesía completa, y Libro de familia. Para el flamencólogo, el hombre y el escritor que comparecieron bajo el nombre de Félix Grande no hay mejor plegaria que la que el poeta dedicó a la guitarra de Paco de Lucía: “Y que Dios te bendiga por ese ruido eterno / que suena como suena la palabra perdón”.
Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 27 de febrero de 2014
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