En
Nocturno casi, Lorenzo Oliván (1968)
conjuga la mirada externa y la indagación interior. Al tiempo espectador y
explorador de su universo lírico, el autor funde en este libro el talante
celebratorio, la entraña reflexiva y la pesquisa existencial. Las paradojas de
la identidad y los calambres visionarios ―cuya veta irracionalista dialoga con
el José Hierro de Libro de las
alucinaciones― nos invitan a una búsqueda a tientas por el envés de las
apariencias. Entre el deslumbramiento y la ceguera, esa mirada doliente
cristaliza en composiciones como ‘El ojo’, panóptico de contempladores
contemplados que se eleva en un conmovedor homenaje a las víctimas del 11-M:
“Todo tren lleva a la contemplación, / y soy el extranjero, el estudiante, / la
camarera que se ve mirando”. La segunda parte del volumen, ‘Tocar extremos’, revela
una escritura guiada por el espíritu de contradicción, donde los trampantojos
de la percepción desembocan en una poética del claroscuro. Las dudas de un
viejo príncipe danés (“Hamlet es agua libre confundida / al rodearlo mil
acequias prácticas”), las sirenas eléctricas que tentaron a Ulises, la espiral
atrapada en el saxofón de Ornette Coleman o la circularidad de la atención en
los cuadros de Rothko trasladan al terreno del arte los fragmentos de una
realidad a medio hacer. Surcado de discontinuidades y cortes de luz, el propio
discurso avanza a través de una geometría evanescente, a punto de diluirse en
la efervescencia de la nada. Al final de ese viaje se encuentra la ‘Visión
nocturna’ que da título al último apartado, una suerte de epifanía metafórica
en la que incluso “el acto de mirar queda hecho trizas”. Por esas grietas
textuales se cuela también el Oliván aforista, capaz de sacudirnos la
conciencia con un pensamiento o de arrastrarnos a un vértigo imaginativo
similar al que convocan los lienzos de Magritte: “¿Cómo explicar, / cómo
diablos o dioses explicar / una ventana al vuelo?”. Tan relevante por lo que
muestra como por lo que decide ocultar, casi todo en este espléndido Nocturno casi certifica la plenitud de
una poesía que ha alcanzado la exigencia de la precisión sin abdicar de su
innata facultad para la sorpresa.
Publicado en el suplemento "Babelia" del diario El País, el 8 de marzo de 2014
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