No me gustan
las listas y tengo pánico a los inventarios. Prefiero memorizar los productos
que tengo que comprar en el supermercado, aunque irremediablemente nos quedemos
sin limones (uno de mis olvidos favoritos) y dispongamos de cantidades
industriales de otros condimentos poco necesarios. Nunca me he detenido a
transcribir la babel de libros que invade las estanterías, así que, cuando no
tengo más remedio que localizar algún ejemplar, me disfrazo de buzo y me
sumerjo en un maremágnum de tapas duras, blandas y multicolores. Renuncié a
catalogar mis antiguos vídeos hasta que el DVD se los llevó por delante. A ello
hay que sumar que mi caligrafía infernal no logró domeñarla ni la buena fe de los
cuadernillos Rubio, a cuya dictadura preciosista fui sometido durante varios
veranos. Escribir con buena letra me parece, entre otras cosas, una pérdida de
tiempo. Por eso me llama la atención que, en el caso que nos acosa, el
extesorero transcribiera con letra clara, puntiaguda y geométrica, un preciso
inventario de bienes, inmuebles y haberes de marca, cada cosa con su pareja.
Sus listas exhaustivas, esas que desmaquillan la cara B de nuestra democracia,
demuestran dos cosas que siempre he intuido: que la memoria está infravalorada
y que la caligrafía la carga el diablo. Ya lo dice un verso de Almudena Guzmán:
“Siempre se empieza por una lista”.
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