Hay ritos a
los que uno se entrega con devoción digna de mejor causa. En mi caso, uno de
esos rituales consiste en asistir como telespectador a la gala de los Goya. La ceremonia
se sustenta en una calculada fórmula que desde hace años combina dosis
homeopáticas de autobombo, chascarrillo y denuncia. A ello hay que sumar los
largos sermones de agradecimiento, en los que los ganadores se remontan a las
ramas más recónditas de sus respectivos árboles genealógicos. Con todo, ayer
hubo algunos momentos que me despertaron del letargo: 1) el discurso de Concha
Velasco, que, frente al ejercicio nostálgico al que la condenaba su premio
honorífico, merecería insertarse con naturalidad dentro de la crónica-ficción
propugnada por Cercas; 2) la metedura de pata en la concesión del premio a la
mejor canción, el único sketch divertido; y 3) la declaración de Candela Peña
al recoger su Goya, auténtica muestra de indignación sincera en medio de tanta
crítica de pacotilla. Sin embargo, el gran instante de la gala fue la
prolongada improvisación del ministro del ramo, cuya gesticulación alternaba el
tic nervioso con el rictus sonriente, y cuya evolución cromática convertía la
gama colorista de Tadeo Jones en puro rigor monocromo. La suya, con diferencia,
resultó la mejor actuación de la noche. Yo le habría dado un Goya de
consolación.
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