lunes, 18 de febrero de 2013

Gigantes y cabezones

Hay ritos a los que uno se entrega con devoción digna de mejor causa. En mi caso, uno de esos rituales consiste en asistir como telespectador a la gala de los Goya. La ceremonia se sustenta en una calculada fórmula que desde hace años combina dosis homeopáticas de autobombo, chascarrillo y denuncia. A ello hay que sumar los largos sermones de agradecimiento, en los que los ganadores se remontan a las ramas más recónditas de sus respectivos árboles genealógicos. Con todo, ayer hubo algunos momentos que me despertaron del letargo: 1) el discurso de Concha Velasco, que, frente al ejercicio nostálgico al que la condenaba su premio honorífico, merecería insertarse con naturalidad dentro de la crónica-ficción propugnada por Cercas; 2) la metedura de pata en la concesión del premio a la mejor canción, el único sketch divertido; y 3) la declaración de Candela Peña al recoger su Goya, auténtica muestra de indignación sincera en medio de tanta crítica de pacotilla. Sin embargo, el gran instante de la gala fue la prolongada improvisación del ministro del ramo, cuya gesticulación alternaba el tic nervioso con el rictus sonriente, y cuya evolución cromática convertía la gama colorista de Tadeo Jones en puro rigor monocromo. La suya, con diferencia, resultó la mejor actuación de la noche. Yo le habría dado un Goya de consolación.


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