jueves, 31 de enero de 2013

Cogito, ergo Herbert

“El poeta es un fingidor”, fingió Pessoa. Sin embargo, los siguientes versos de su famosa “Autopsicografía” desvelaban la impostura de ese fingidor fingido: alguien que “Finge tan completamente / Que llega a fingir dolor / Cuando de veras lo siente”. La referencia anterior permite ilustrar algunos síntomas de la lírica contemporánea. Aunque el pacto autobiográfico sigue gestionando el contrato de lectura de una poesía confesional, comunicable o elegiaca, abundan los intentos por escapar del anecdotario subjetivo mediante la creación de una profusa galería de heterónimos, apócrifos y otras identidades esdrújulas. Los motivos son diversos. En ocasiones, el ejercicio de ventriloquia requiere la complicidad de voces ficcionales para no incurrir en la falacia patética que aborrecía Cernuda. En la mayoría de los casos, sin embargo, la pretensión es dar cauce a una versatilidad estilística difícil de acomodar a la imagen preestablecida del autor (esa que demasiadas veces depende de un primer libro o del lugar que un nombre ocupa en el ranking generacional). Acaso no haya más remedio que darle la razón al tópico que sostiene que hay muchos poetas en un poeta. Pessoa encontró en las obras de Ricardo Reis, Alberto Caeiro y Álvaro de Campos los fragmentos que le faltaban para ser completamente Pessoa. Machado erigió el monumento Juan de Mairena. Edgar Lee Masters decidió convertir una ilusoria localidad del Medio Oeste americano en un cementerio parlante: su Antología de Spoon River, recientemente reeditada por Bartleby, representa la auténtica Cara B del sueño americano. Y Felipe Benítez Reyes rizó el rizoma de la heteronimia con su desopilante colección de Vidas improbables. Tampoco la narrativa ha sido ajena a esta clase de suplantaciones: Max Aub consiguió que la crítica de arte comulgara con ruedas de Picasso gracias a su falsa biografía Jusep Torres Campalans, un órdago para el que contó con el “gancho” de ilustres colaboradores. Algo más sombríos resultan los protagonistas de la borgiana Historia universal de la infamia y de la secuela que Roberto Bolaño realizó en La literatura nazi en América. Según el narrador chileno, su diccionario apócrifo quedó atrapado en la estantería de la no ficción, a la que lo condenaba la fuerza inercial de su título.
         Gracias a su álter ego Don Cogito, el escritor polaco Zbigniew Herbert (1924-1998) logró demostrar que el universo siempre es menos cartesiano de lo que parece. Después de leer la Poesía completa (Barcelona, Lumen, 2012) del autor, traducida con admirable pulso por Xaverio Ballester, cualquier identidad se reduce al absurdo. Enfrentado a la historia, a la mitología o a los retos cotidianos, Don Cogito metaforiza los claroscuros de la condición humana. Curioso impenitente, reflexivo hasta el paroxismo y más integrado que apocalíptico, he aquí uno de los grandes personajes de la literatura contemporánea. Poco importa que su vida de papel no haya adoptado la forma narrativa de una novela ni el encuadre cinematográfico del celuloide. Sus andanzas en Don Cogito (1974) y en las siguientes obras de Herbert articulan una metafísica finisecular que a menudo se enreda en las telarañas de la física doméstica. Los versos iniciales de “El abismo de Don Cogito” dan prueba de esa extraordinaria epopeya a través del espejo: “En casa siempre seguro // pero en cuanto cruza el umbral / cuando temprano Don Cogito / sale a darse un paseo / se topa con su abismo // no es el abismo de Pascal / no es el abismo de Dostoievski / es un abismo / a la medida de Don Cogito”. Y el desenlace de “Las dos piernas de Don Cogito” nos deja con la razón en un puño y la imaginación en vilo: “así pues / con esas dos piernas / la izquierda comparable a Sancho Panza / y la derecha / emulando al caballero errante / va / por el mundo / Don Cogito / tambaleándose ligeramente”.

(Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 31 de enero de 2013)



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