“El poeta es un fingidor”, fingió Pessoa. Sin embargo, los siguientes
versos de su famosa “Autopsicografía” desvelaban la impostura de ese fingidor
fingido: alguien que “Finge tan completamente / Que llega a fingir dolor /
Cuando de veras lo siente”. La referencia anterior permite ilustrar algunos
síntomas de la lírica contemporánea. Aunque el pacto autobiográfico sigue
gestionando el contrato de lectura de una poesía confesional, comunicable o
elegiaca, abundan los intentos por escapar del anecdotario subjetivo mediante
la creación de una profusa galería de heterónimos, apócrifos y otras
identidades esdrújulas. Los motivos son diversos. En ocasiones, el ejercicio de
ventriloquia requiere la complicidad de voces ficcionales para no incurrir en
la falacia patética que aborrecía Cernuda. En la mayoría de los casos, sin
embargo, la pretensión es dar cauce a una versatilidad estilística difícil de
acomodar a la imagen preestablecida del autor (esa que demasiadas veces depende
de un primer libro o del lugar que un nombre ocupa en el ranking generacional).
Acaso no haya más remedio que darle la razón al tópico que sostiene que hay
muchos poetas en un poeta. Pessoa encontró en las obras de Ricardo Reis,
Alberto Caeiro y Álvaro de Campos los fragmentos que le faltaban para ser
completamente Pessoa. Machado erigió el monumento Juan de Mairena. Edgar Lee
Masters decidió convertir una ilusoria localidad del Medio Oeste americano en
un cementerio parlante: su Antología de
Spoon River, recientemente reeditada por Bartleby, representa la auténtica
Cara B del sueño americano. Y Felipe Benítez Reyes rizó el rizoma de la
heteronimia con su desopilante colección de Vidas
improbables. Tampoco la narrativa ha sido ajena a esta clase de
suplantaciones: Max Aub consiguió que la crítica de arte comulgara con ruedas
de Picasso gracias a su falsa biografía Jusep
Torres Campalans, un órdago para el que contó con el “gancho” de ilustres
colaboradores. Algo más sombríos resultan los protagonistas de la borgiana Historia universal de la infamia y de la
secuela que Roberto Bolaño realizó en La
literatura nazi en América. Según el narrador chileno, su diccionario
apócrifo quedó atrapado en la estantería de la no ficción, a la que lo
condenaba la fuerza inercial de su título.
Gracias a su álter ego
Don Cogito, el escritor polaco Zbigniew Herbert (1924-1998) logró demostrar que
el universo siempre es menos cartesiano de lo que parece. Después de leer la Poesía completa (Barcelona, Lumen, 2012)
del autor, traducida con admirable pulso por Xaverio Ballester, cualquier
identidad se reduce al absurdo. Enfrentado a la historia, a la mitología o a los
retos cotidianos, Don Cogito metaforiza los claroscuros de la condición humana.
Curioso impenitente, reflexivo hasta el paroxismo y más integrado que
apocalíptico, he aquí uno de los grandes personajes de la literatura contemporánea.
Poco importa que su vida de papel no haya adoptado la forma narrativa de una
novela ni el encuadre cinematográfico del celuloide. Sus andanzas en Don Cogito (1974) y en las siguientes
obras de Herbert articulan una metafísica finisecular que a menudo se enreda en
las telarañas de la física doméstica. Los versos iniciales de “El abismo de Don
Cogito” dan prueba de esa extraordinaria epopeya a través del espejo: “En casa
siempre seguro // pero en cuanto cruza el umbral / cuando temprano Don Cogito /
sale a darse un paseo / se topa con su abismo // no es el abismo de Pascal / no
es el abismo de Dostoievski / es un abismo / a la medida de Don Cogito”. Y el
desenlace de “Las dos piernas de Don Cogito” nos deja con la razón en un puño y
la imaginación en vilo: “así pues / con esas dos piernas / la izquierda
comparable a Sancho Panza / y la derecha / emulando al caballero errante / va /
por el mundo / Don Cogito / tambaleándose ligeramente”.
(Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 31 de enero de 2013)
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