Ya saben cómo
va esto. En la vida hay quienes se dedican a atesorar maillots amarillos y
quienes nacen condenados a chupar rueda. El problema es que a veces los primeros
también caen en desgracia (la dichosa metabolé
aristotélica) y experimentan ese dolor de corazón ―con ocasional retortijón de
conciencia― que los barrocos llamaban melancolía
y que los psicoanalistas designan como crisis
de los 40. Por suerte, cuando los paseos elíseos se tornan viacrucis de
perfección, suele aparecer algún ángel de la guarda con promoción de lavado
rápido de imagen (centrifugado gratis). En Estados Unidos, el ángel
habitualmente se llama Oprah Winfrey. Lo de menos es que el héroe metabolizado diga
diego donde antes dijera digo y afirme hoy lo que ayer no más negaba. No, lo curioso
del asunto es que la confesión no puede asombrar a nadie porque todos lo
sabíamos ya. No me refiero a los diligentes entes de la USADA ―a los que uno se
imagina como agentes del FBI en velocípedo―, sino al común de los mortales, que nos barruntamos que el ciclismo de élite es cuestión de química más que de física.
¿Por qué convertir entonces un secreto a voces en una ceremonia necesitada de
arúspice y purificación ritual? ¿Parece mentira la verdad no televisada? Puede
que en todo este asunto haya intereses judiciales dignos de un novelón de
Grisham. Pero, mientras las altas esferas deportivas se reúnen para dirimir si
es humanamente posible y ontológicamente plausible ganar siete tours de un
tirón, creo que deberíamos aprovechar la ocasión. Contratemos a la señora
Winfrey, cueste lo que cueste. A ver si así, en prime time y con subtítulos, nuestros políticos se animan a
contarle a Oprah esas cosas que nunca nos dijeron.
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