El horror, el horror… Las palabras de un
tal señor Kurtz en El corazón de las
tinieblas y del coronel Kurtz en Apocalypse
Now expresan mejor que cualquier circunloquio la inefabilidad del terror,
ese otro “no sé qué” que queda balbuciendo en la antesala del idioma. La doble
sombra del Kurtz planea sobre Zurita,
donde Raúl Zurita (Santiago de Chile, 1950) ofrece su fe de vida y entrega su
testamento ológrafo. Pocas obras tan conmocionantes podrá encontrar el lector
en la mesa de las novedades editoriales. De hecho, Zurita no es una estricta
novedad, sino un libro de libros: una summa
poética donde el autor recopila las imágenes aéreas de Anteparaíso (1982), revisita las cordilleras devastadas de INRI (2003) y se pasea por los retales
cinematográficos de Sueños para Kurosawa
(2010). A pesar de sus más de setecientas páginas, no estamos ante uno de esos
volúmenes formados por el arrastre y la sedimentación de materiales previos. Al
contrario, su afán de totalidad se inserta en el devenir de una obra en marcha,
abierta a la experiencia del deslumbramiento. Dividido en tres grandes bloques
―que sintetizan las horas transcurridas entre el atardecer del 10 de septiembre
y el amanecer del 11 de septiembre de 1973―, este poemario es mucho más que una
memoria personal de la dictadura pinochetista: un testimonio del museo de los
horrores en el que se ha convertido la historia contemporánea, desde los campos
de Auschwitz hasta las cárceles de Irak. Los versículos alumbrados y la
percutente salmodia del escritor se troquelan sobre un paisaje doliente y hacen
revivir las voces de los desaparecidos, lanzados a la inmensidad de las
llanuras, sacrificados en el osario de las prisiones chilenas, o enterrados
bajo la cruz del Pacífico. He aquí un libro que conviene leer a sorbos lentos,
sin dejarse emborrachar por el éxtasis dionisiaco que anida en la plasmación de
la violencia.
La vida literaria de Zurita parece indiscernible de su biografía
personal. A finales de los años setenta, el autor fundó el Colectivo de
Acciones de Arte, un grupo dedicado a dar visibilidad a la “estética de la
desaparición” ejercida por la dictadura. Sus acciones, a medio camino entre la
performance y el land art, han
generado un paratexto mitológico que a menudo se superpone sobre la superficie
de los textos. Zurita intentó cegarse, arrojándose amoniaco puro sobre el
rostro. Dibujó sobre el cielo de Nueva York quince versos, propulsados por
cinco aviones a cuatro mil quinientos pies de altura. Hizo grabar la frase “ni
pena ni miedo” en el desierto de Atacama. Y, sin embargo, todos estos
acontecimientos públicos no alcanzan a transmitir el fervor alucinatorio que
hallamos en su lírica: “Sorprendentes carnadas llueven desde el cielo. /
Sorprendentes carnadas sobre el mar. Abajo el mar, / arriba las inusitadas
nubes de un día claro. Llueven / sorprendentes carnadas. Hubo un amor que
llueve, / hubo un día claro que llueve ahora sobre el mar”.
Roberto Bolaño le gastó dos veces la misma broma macabra a Zurita, al
inspirarse en sus aventuras aeronáuticas para reproducir el periplo de los
torturadores que protagonizaban la última “entrada” de La literatura nazi en América y la novela Estrella distante. Nunca explicó la razón de ese oscuro préstamo.
Lo más probable es que a Bolaño le fascinara la figura de Zurita tanto como le
molestaran el patetismo redentorista y el mesianismo órfico de sus numerosos
seguidores. En su último libro, Zurita recoge el guante de Bolaño, al que
nombra compañero de su viaje al fin de la noche: “Cuando surgiendo de las
marejadas se vieron de nuevo / los estadios del país ocupado y sobre ellos al
hepático / Bolaño escribiendo con aviones la estrella distante / de un dios que
no estuvo de un dios que no quiso de un / dios que no dijo mientras adelante la
mañana crecía y / era como otro océano dentro el océano los desnudos / cuerpos
cayendo el amor de la rota boca las graderías / rebalsadas de prisioneros alzándoles
sus brazos a las olas”.
(Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 27 de diciembre de 2012)
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