Mucho se ha escrito estos días sobre el desahucio papal de
la mula y del buey, para estupor y asombro de belenistas, iconoclastas y belenistas
iconoclastas. Ítem más: el consabido pesebre bien pudo no haber sido tal, ni
haber estado jamás en las inmediaciones de Belén de Judea. En otro tiempo, el ERE
pontificio no habría tenido más consecuencias que un leve reciclaje de los
materiales domésticos (figuritas, cartón, papel de plata) con el que intentamos
reconstruir precariamente la atmósfera narrativa de nuestro año 0. Sin embargo,
en época de tijeretazos disfrazados de recortes, el anuncio ha sentado
como un tiro. A falta de conocer con detalle el trabajo de campo que ha llevado
a tan extremada hipótesis, propongo una interpretación más serena y afín a las
inquietudes vaticanas. No se preocupen: estamos ante el episodio piloto de una
novela. Si un manido argumento de los evangelios apócrifos y un modelo
pictórico sumamente soso —al que ni los bigotes duchampianos lograron sacar de
su encasillamiento— dieron lugar a un superventas, ¿qué efectos no provocará la
fuga de dos personajes esenciales en la trama bíblica? ¿Desaparición o secuestro?
¿Por qué suprimir a esos dos simpáticos animalitos y mantener, por ejemplo, la
degollina de Herodes o el lavamanos de Pilatos? ¿Qué pasa con los reyes magos?
No me cabe duda de que en breve tendremos una respuesta literaria que, por una
vez, estará a la altura de nuestras expectativas. Habemus best seller. Entretanto, desde este modesto y virtual enclave, me
atrevo a sugerir un título tentador: 50
sombras de Buey. Entre un toro y una mula.
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