Se le atribuye a Napoleón o a Samuel Johnson una estupenda
lítote en forma de sentencia (o acaso sea al revés) que asegura que “la música
es el menos desagradable de los ruidos”. Reconozco que dediqué algunas horas de
mi adolescencia a desafinar con delicuescencia un piano, mientras la sufrida
profesora hacía sutiles precisiones semánticas entre ‘oído’ y ‘oreja’. No
obstante, he crecido musicalmente con la convicción de que antes de la Velvet
Underground esto era un erial. Pondré algunos ejemplos. Cuando vi Amadeus, me sentí identificado con
Salieri. Con Debussy entiendo la reacción del fauno. Vivaldi me exaspera. A
Beethoven le sobra falacia patética. El bolero de Ravel me recuerda a Bo Derek
y a un anuncio de electrodomésticos. Y si escucho a Wagner me dan ganas, como a
Woody Allen, de invadir Polonia. Asumiendo que mi canon melómano se sitúa a
medio camino entre el punk tardío y el noise vocacional, a menudo me dejo
llevar por las preferencias de mi oído dodecafónico. Así que el sábado pasado
disfruté como un enano (¿en qué contexto disfrutarán los enanos?) por las
verdes praderas del Low Cost Festival. Si Longino definía la techné de lo sublime
como una desmesurada mesura, puedo afirmar que dispuse mi ánimo con pareja
inclinación a la acordada mesura de Fanfarlo y a los desmesurados acordes de
Placebo. ¿Quién puede resistirse a corear un estribillo desconocido, a inventarse
letras en inglés y a levantar la mano sin ritmo ni concierto? Si a ese placer
pulsional le añadimos un juego de luces estroboscópicas, un batería similar a
La Cosa de los 4 Fantásticos, una
violinista en el tejado de la epifanía guitarrera y un Brian Molko perorando
con desenvoltura en la lengua de Cervantes, el resultado es una elevación
espiritual a la altura de los dioses, para no desmentir al tratadista de lo
sublime. No negaré que Bach tiene su aquel, pero habría salido reforzado con
una rock band.
martes, 31 de julio de 2012
lunes, 30 de julio de 2012
viernes, 27 de julio de 2012
La imagen del poeta (Nota sobre Miguel Ángel Velasco)
En 2010, la muerte cerró el
paréntesis que la vida le había abierto a Miguel Ángel Velasco en la ciudad de
Palma de Mallorca y en el año de 1963. Su obra, sin embargo, continúa literaria
y literalmente viva. Es decir, la poesía de Velasco no solo perdura bajo esa
forma de mnemotecnia elegiaca que solemos atribuir a los versos dignos de
pervivencia, al modo del “Exegi monumentum” horaciano. Además, en su libro
póstumo (La muerte una vez más,
2012), se afirma que en esas páginas se ha recogido una pequeña parte del
copioso testamento lírico que el autor dejó preparado para la imprenta, como si
la galaxia Gutenberg intuyera lo que el hombre desconocía.
Es
sabido que toda recopilación póstuma implica una traición, por más que editores
y amigos se empeñen en respetar escrupulosamente la voluntad del escritor. En
este caso, dicha traición no está en el interior del libro, sino en la foto de
la solapa. Resulta difícil reconocer al autor en la imagen que quisiera
inmortalizarlo con camisa blanca y pajarita oscura, como un dandi bicolor.
Sucede también con el retrato de Aníbal Núñez en su obra completa, cuyo
ascetismo prerrafaelita no parece corresponder al flamígero demiurgo de “Casa
Lys”. Decía, pues, que la foto de Miguel Ángel Velasco no le hace justicia a
Miguel Ángel Velasco. Intentaré explicarme. Coincidí con Velasco una sola vez,
en uno de esos actos literarios que exigen el protocolo de la etiqueta para
convertirse en acontecimientos. Mientras algunos fingíamos naturalidad en
nuestros respectivos trajes, ahormados a los patrones de la tribu, pasó un
ángel con chaleco de cuero, botas negras y camisa a cuadros. Sentí una insana
envidia por quien era capaz de vulnerar la mediana costura sin la estridencia
del que sabe que está contraviniendo una norma social. Pensé entonces que la
libertad de Velasco no residía en ir de paisano entre el gremio uniformado,
sino en que su transgresión apenas se notara, como si el poeta no se hubiera
percatado de que él era el distinto
en aquel contexto. Algo similar me ocurre con su escritura. Sin que sea el suyo
un ejemplo de obstinado adanismo, como el de un Rimbaud o un Claudio Rodríguez,
su obra muestra una tensión ajena al efectismo y a la premeditación. Cuando se
inmiscuye en las escabechinas de la Ilíada,
no vemos el cromatismo de la estampa literaria: escuchamos el fragor de la
batalla y el crujir de los huesos rotos. Cuando va de vuelo, no hay rastro de la tramoya que maneja los hilos de su
elevación. Incluso cuando el cuerpo encarna la anatomía patológica del Barroco,
su ruina se diría químicamente pura, como si nunca hubiera existido Valdés Leal
o como si, más acá, Solana hubiera sido un decorador de interiores.
Esta
autenticidad, a falta de término más
preciso, se advierte en las elegías que le dedican alguien que le conocía muy
bien (Vicente Gallego) y alguien que asegura no haberlo conocido (Manuel
Vilas). En “Miguel Ángel Velasco, vivo en mi corazón”, Gallego pronuncia un
apasionado réquiem por quien fue, a un tiempo, “Aquiles de las crenchas rubicundas
/ cuando a guerra llamaban los placeres” y “Cristo muerto de Holbein —que en tu
casa / tenías a la vista, siempre expuesto— / cuando la vida echaba,
legionaria, / tu pobre manto a suertes más oscuras”. A su vez, en “Vilas y
Velasco”, Manuel Vilas fabula sobre la cercanía entre dos poetas a quienes
unían la misma edad, una fama semejante y una inicial en común: “De haber ido
al mismo colegio / se hubieran sentado juntos / por la proximidad alfabética de
sus apellidos. // Todo era proximidad entre Vilas y Velasco, / pensó Vilas”.
Los que echamos de menos esa prodigiosa proximidad solo podemos consolarnos por
ahora con la lectura de La muerte una vez
más.
(Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 26 de julio de 2012)
martes, 17 de julio de 2012
Carbón para todos
Por una vez, todos estamos de acuerdo: queremos carbón. Lo
reclaman quienes forman parte de una marea negra con alma blanca (aunque algunos
griten “arma” en vez de leer “alma”). Se lo “piden” los políticos para administrárselo, en dosis homeopáticas, a la afición en general. Y
el resto del mundo se lo entregaría encantado, en dosis letales, a los políticos.
Los Reyes Magos, como de costumbre, se encogen de hombros.
sábado, 14 de julio de 2012
lunes, 2 de julio de 2012
El vestuario
Después de que nuestra selección se coronase tricampeona con
una goleada a Italia (hace años, este habría sido el inicio de un relato de
ciencia ficción), el más elocuente fue Piqué: en el vestuario, dijo, cada uno
iba a su bola. Podría haber añadido un expletivo en su respuesta, pero se
abstuvo juiciosamente. La definición resultaba inmejorable: allí, Casillas le
daba tientos a una botella de cava, el señor del Bosque estrechaba manos con
vehemencia y recibía parabienes como quien no quiere la cosa, Reina brincaba
como si las mismas alas de Nike propulsasen su vuelo, y a Iniesta no había
quien no le diera un cariñoso calbote o le tirara cariñosamente de los mofletes.
En cuanto a las autoridades, el presidente miraba al príncipe, y este al presidente.
Cuando se aburrían, iban a darle la mano al señor del Bosque, o a propinarle un
cariñoso capón a Iniesta, o a saltar con Reina, o a brindar con un sorbito de
champán. En tal escenario, ni Plácido Domingo cantaba La Traviata, aunque de
vez en cuando mirase el reloj como quien pierde el vuelo a Zúrich. Por un
momento, animado por el ardor guerrero de la victoria, pensé que los vestuarios
de nuestra selección eran una metáfora del país. Luego, menos eufórico, caí en
la cuenta de que nos quedábamos sin expiación colectiva hasta 2014. Como están
las cosas, Dios sepa quién viva.
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