¿Cómo
adaptar las recetas clásicas al gusto contemporáneo sin que pierdan su sabor? Esa
es la cuestión. El cine nos ha proporcionado valiosos ejemplos de lo que es
conveniente rodar y de lo que se no debería filmar ni siquiera bajo coacción.
El espectador recordará que en la década de los noventa asistimos a un
auténtico revival de Shakespare, que
en algún momento pareció haber sido contratado como guionista a destajo por los
grandes estudios. Así, por la pantalla desfilaban sin inmutarse un Hamlet
reciclado en tiburón de Wall Street, un Ricardo III trasplantado a la Segunda
Guerra Mundial, una Julieta tirando a macarra y un Romeo decididamente hortera.
El mismísimo Shakespare sufrió un adocenado biopic
galante, aunque la responsabilidad del guion recayera en uno de los dramaturgos
que mejor han entendido al bardo inglés: Tom Stoppard, autor de la desopilante Rosencrantz y Guldenstern han muerto.
Viene este largo prólogo a cuento de que las adaptaciones de los clásicos
suelen estar amenazadas por dos escollos. Por un lado, el terrible Caribdis es
la excesiva fidelidad, que convierte a la obra en una losa y hace de la
representación una deslucida ilustración académica. Por otro lado, el pavoroso
Escila es la voluntad de actualización a todo precio, aunque ello implique
desvirtuar el mensaje y ridiculizar a los personajes.
Los dramas que se pueden hacer a costa de Shakespare parecen cosa de niños en comparación con los riesgos que implica una adaptación musical y versificada del Quijote, tanto por la polivalencia novelesca de la obra de Cervantes como por la imposibilidad material de trasladar al escenario la mayoría de los episodios de la narración. Pues bien, el espectáculo que Ron Lalá exhibió en el Teatro Principal de Alicante, el 23 y el 24 de enero, fue mucho más que un gozoso divertimento: una hazaña heroica en el universo de las adaptaciones teatrales. No en vano, el grupo dirigido por Yayo Cáceres ha optado por la decisión más inteligente ―y acaso la única viable― para apropiarse de las aventuras de Alonso Quijano: ni la fidelidad a ultranza ni la puñalada trapera, y a la vez un pellizco de respeto y unas rodajas de traición. En un lugar del Quijote es, en efecto, un ejercicio metadiscursivo y quijotextual que mezcla y agita la representación con lo representado, las tribulaciones del autor con las de los personajes, y la silueta cervantina con la sombra de Cide Hamete. Sin embargo, Ron Lalá sabe que la metaficción debe rimar con la diversión. Y para ello despliega una sensacional batería de recursos verbales y escénicos. Si la prodigiosa versificación de las peripecias delata el pulso literario de Álvaro Tato, los números musicales engastados con naturalidad en el desarrollo de la trama introducen impagables variaciones en la urdimbre quijotesca o sanchopancesca del relato. Asimismo, al éxito de la función contribuyen los pertinentes anacronismos ―la transposición de la quema de los libros de caballerías a la actualidad editorial es antológica―, y hasta los efectos especiales proyectados en un decorado tan sobrio como maleable. Este Quijote en busca de autor, apoyado por la interpretación de un excelente y versátil elenco de actores-músicos, logró que el aforo del Teatro Principal riera, cantara a la simpar Dulcinea y hasta se compadeciera un poco de las desgracias de Quijano el Bueno. Quién sabe cuántas perversiones didácticas soportarán los jóvenes lectores de hoy con el bienintencionado propósito de que se acerquen a los clásicos, y con el previsible efecto de un alejamiento definitivo, traumático e irrevocable. Frente a tanto trabajo ―de adaptación― perdido, la envidiable vitalidad de En un lugar del Quijote demuestra la envidiable vitalidad de los clásicos. “Y etc., etc. / Fin de la nota al pie”.
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