José
Luis García Martín afirmaba, en el prólogo a la Poesía completa (La Isla de Siltolá, 2012) de Víctor Botas, que
este había sido un poeta con buena suerte, al menos por lo que concierne a su
suerte literaria. Y no le faltaba razón. El pasado 23 de octubre se cumplieron
veinte años de la muerte del autor de Historia
antigua, un intervalo que permite valorar con suficiente distancia la
pervivencia de un escritor sin condenarlo aún a las polvorientas hornacinas del
canon. La conclusión es que Botas ha empezado a adquirir la doble aureola de “clásico
contemporáneo”, un estatus paradójico que al cabo exigirá que se desprenda de una
de esas dos condiciones: o bien para ser reconocido como un clásico sin
aditivos ni conservantes, o bien para encabezar el pelotón de los gregarios.
Aunque sus veredictos no siempre sean acertados ni unánimes, el tiempo y la
fortuna se pronunciarán al respecto.
Desde su primer libro, Las cosas que me acechan (1979), Víctor
Botas se sumó a la renovación de las pirotecnias novísimas, pero se resistió a
disolver su personalidad en la efervescencia de las corrientes que surgieron al
filo de los ochenta. Por sus versos transita un personaje cotidiano que
reflexiona sobre los tópicos eternos con saludable escepticismo y gozosa ironía
―una mezcla que el autor definió como “sonriente coña beatífica” en “Asturcón”,
uno de sus poemas memorables―. No obstante, la singularidad de su discurso no
se explica sin el recurrente arsenal de la tradición grecolatina. En sus mejores
entregas ―Historia antigua (1987) y Retórica (1992)―, Botas abrió de par en
par las puertas del museo arqueológico, se perdió entre los laberintos de la
mitología y salió al rato disfrazado de romano. Su vivo diálogo con los
clásicos y su paseo por las ruinas de Grecia y Roma lo convirtieron en un
culturalista a contrapelo, para quien Venus, Apolo o Teseo no eran más que
ilustres secundarios, susceptibles de recibir sus dardos envenenados. Si las
sátiras y epigramas de Botas desvelan la cara oculta del pasado, sus obsesiones
presentes cristalizan en un cancionero neurótico y sentimental que requiere que
los lectores se erijan en cómplices de sus peripecias. Ni siquiera cuando
ejerció de traductor vengativo (Segunda
mano, 1982), o cuando se plegó a las convenciones de la escatología (Aguas mayores y menores, 1984), renunció
a un lenguaje poético que tensa sus posibilidades expresivas sin llegar a
fracturarse.
Entre las conmemoraciones de este aniversario
botesco cabe destacar la exposición Víctor
Botas veinte años después, de la que es comisario José Havel. Las primeras
ediciones, los manuscritos inéditos, las cartas autógrafas y las fotografías
familiares o gremiales no solo dan testimonio de una sostenida vocación lírica,
sino del caldo de cultivo en el que fermentó la obra de Botas. Los cuadernillos
de la tertulia Oliver, sin ir más lejos, constituyen una apasionante invitación
para indagar en la vorágine cultural de los años ochenta y noventa. No menos
interés reviste la publicación de Carta a
un amigo y otros poemas (Impronta, 2014), que demuestra que Víctor Botas
también tuvo una prehistoria literaria, a pesar de sus denodados esfuerzos por
negarla (no así por ocultarla a la posteridad, pues ordenó escrupulosamente sus
textos). Esta colección de inéditos, fechados entre 1976 y 1978, descubre a un
poeta incipiente, pero que anticipa algunas vetas del filón que explotaría
después. Sin duda merece la pena entrar en la cocina creativa de Botas. Además,
el seleccionador ha tenido el buen juicio de no mezclar las recetas
experimentales con el menú degustación. Para aquellos que aún no hayan hincado
el diente a los versos de Botas va dirigida esta advertencia: es probable que sus
palabras sobrevivan al tiempo “que en Babilonia destruyó las rosas, / que
terminó con Júpiter y a polvo / redujo los imperios y las caras / (que todo se
lo lleva por delante / como un rinoceronte enloquecido)”.
Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 27 de noviembre de 2014
Artículo escrito con tanto rigor como brillantez, ofreciendo al lector desubicado una buena y atractiva vista panorámica sobre el llorado poeta Víctor Botas. Se le sitúa en la cronología biográfica y, a su vez, en las corrientes últimas de nuestra lírica: a saber, entre los " novísimos " y el culturalismo, del que parece participar, pero con tono personal y cotidiano. Si no andamos errados, se infiere que al poeta, desaparecido ha ya dos décadas, su mentor, el crítico García Martín, trata de reconvertirlo en poeta de la experiencia, de la cotidianidad, del verso firme de lenguaje normal, de andar por casa. Lo que uno denomina, para bien o para mal, poetas, todos ellos, por seguir a Gil de Biedma, entre otros adelantados, " poetas de la pérgola y el tenis" (acuñación pedrocrespiana).
ResponderEliminarRuego se me avise del mensaje anterior que dejé aquí.
ResponderEliminarMuy atinado comentario, amigo Luis Bagué. Solo una mínima precisión: la editorial que publica el libro es Impronta, no Impedimenta.
ResponderEliminarJLGM
Gracias. Corregido queda.
EliminarCompruebo que escribir aquí produce el mismo resultado lacrimoso del que se quejaba Larra hace doscientos años. Ni un cumplido.
ResponderEliminar