Los cinéfilos franceses ―perdón por la redundancia― nos han acostumbrado a evaluar las películas a partir de la consumada política de los autores. Según dicha tesis, el director de un filme sería el único responsable del resultado final, y a él deberíamos acusarle de daños y perjuicios o alabarle el gusto. Sin embargo, detrás de cada buen director suele haber un mejor guionista, a veces un heterónimo letraherido y otras veces un pobre asalariado de los estudios. La constelación de los guionistas es diversa y, en general, desgraciada: cuando no aparecen como satélites sin acreditar, son desacreditados por las veleidades de una estrella fugaz o por un empresario de medio pelo. John Sayles se pasó media vida arreglando guiones ajenos, algo similar a realizar una corrección de estilo sin estilo. Y el protagonista de la novela Karoo, de Steve Tesich, se dedica a infundir unas gotas de espíritu a montañas de celuloide sin alma. Por eso los guionistas casi siempre son los grandes olvidados, incluso cuando no solo obtienen victorias pírricas, sino grávidos triunfos. Ed Wood me parece la obra maestra de Tim Burton, en la que su lenguaje extravagante, cómico y sombrío se aplica a un asunto a la altura de las circunstancias. Y la crítica saludó los biopics de Larry Flint y de Andy Kaufman como la prueba de que el talento de Milos Forman no había caducado con Amadeus. No obstante, las tres películas citadas compartían un rasgo: todas ellas habían sido escritas por el tándem formado por Scott Alexander y Larry Karaszewski.
A un guionista hollywoodiense hay que pedirle lo imposible. Es decir, que nos llegue a interesar lo que no nos interesa. Lo consiguieron Steven Zaillan y Aaron Sorkin con Moneyball, película de superación personal, basada en hechos reales y ambientada en el mundo del béisbol. Vaya por delante que uno opina, como Bergamín, que “el sport no es siquiera la estética del aburrimiento, sino su higiene”. Pero, más allá de su tablero deportivo, Moneyball escondía el convincente retrato humano de un entrenador y de su ayudante. He tenido una sensación muy parecida con Rush, filmada por Ron Howard, uno de esos directores que dan la impresión de haberlo rodado todo desde los ochenta hasta nuestros días. La clave de Rush hay que buscarla de nuevo en el nombre del guionista: Peter Morgan, autor de los libretos de The Queen y Frost/Nixon. Como las anteriores, Rush se adscribe al dudoso género del “relato real”, según la acepción de Javier Cercas. En este caso, la película cuenta la rivalidad entre Niki Lauda (Daniel Brühl) y James Hunt (Chris Hemsworth). Lo que podría haber cristalizado en el contraste maniqueo entre las personalidades de un alemán cuadriculado y de un vivales americano, con puntuales injertos de derrapes y acelerones, se transforma en un díptico biográfico con matices y claroscuros. El logro de Rush radica en que la hazaña deportiva es lo de menos. Después de la última curva, ya no nos importa el destino de los protagonistas. Pero, mientras dura la carrera, el espectador siente y padece con unos personajes que resultan, como nunca, de carne y hueso.
Coda. Ignoro si la rivalidad entre Fernando Alonso y Lewis Hamilton dará en el futuro para tales gestas. Pero, por si alguien dudara de la efectividad literaria de nuestro piloto más internacional, me despido hoy con el poema “F1 Haiku” (La tierra nos agobia, 2011), de Jorge Gimeno: “Alonso entra en boxes. // Las hormigas se echan / encima / del grano de trigo”.
(Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 31 de octubre de 2013)
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