lunes, 28 de octubre de 2013

El viejo Lou



Cuando me preguntaban, con candoroso maniqueísmo, si prefería a los Beatles o a los Rolling, yo siempre me quedaba con la Velvet Underground, esa factoría musical que funcionaba a la vez como un happening ambulante y un espejo roto. El mérito indiscutible de Lou Reed fue sobreponerse a su condición de icono mediante un reciclaje sucesivo, pero sin necesidad de reinventarse a sí mismo cada cuarto de hora. Así, si las canciones tristes de Berlin fueron el portazo definitivo a los floridos sesenta, como afirmaba Antonio Martínez Sarrión en Jazz y días de lluvia, sus partituras de los ochenta y noventa le pusieron banda sonora a Nueva York. Del mismo modo que Woody Allen ilustró la parte alta de la ciudad con sus imágenes en movimiento, Lou Reed cantó a las palomas tóxicas, al tráfico imposible y a los amores a tres (y cuatro) bandas. En sus últimas apariciones el viejo Lou había perdido rotundidad, pero seguía ofreciendo la misma imagen de bohemio sin causa. Ayer no fue, ni mucho menos, un día perfecto. Hoy me quedo con su aparición Blue in the face (1995), esa jam session cinematográfica que Wayne Wang y Paul Auster convirtieron en el mayor homenaje al Nueva York pre 11-S. 


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