Cuando me preguntaban, con candoroso maniqueísmo, si prefería
a los Beatles o a los Rolling, yo siempre me quedaba con la Velvet Underground,
esa factoría musical que funcionaba a la vez como un happening ambulante y un espejo roto. El mérito indiscutible de
Lou Reed fue sobreponerse a su condición de icono mediante un reciclaje
sucesivo, pero sin necesidad de reinventarse a sí mismo cada cuarto de hora.
Así, si las canciones tristes de Berlin fueron
el portazo definitivo a los floridos sesenta, como afirmaba Antonio Martínez
Sarrión en Jazz y días de lluvia, sus
partituras de los ochenta y noventa le pusieron banda sonora a Nueva York. Del
mismo modo que Woody Allen ilustró la parte alta de la ciudad con sus imágenes
en movimiento, Lou Reed cantó a las palomas tóxicas, al tráfico imposible y a
los amores a tres (y cuatro) bandas. En sus últimas apariciones el viejo Lou había
perdido rotundidad, pero seguía ofreciendo la misma imagen de bohemio sin
causa. Ayer no fue, ni mucho menos, un día perfecto. Hoy me quedo con su
aparición Blue in the face (1995),
esa jam session cinematográfica que
Wayne Wang y Paul Auster convirtieron en el mayor homenaje al Nueva York pre
11-S.
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