En su estudio sobre “El diario íntimo y el relato”, Maurice
Blanchot afirmaba que el primero de esos géneros solía presentarse de un modo
engañoso. Bajo la apariencia de una escritura libre, desprendida de adherencias
retóricas y permeable a los impulsos de la prosa cotidiana, se escondía una
cláusula terrible: la dictadura del calendario. El sometimiento a los
imperativos del orden cronológico ha supuesto una tiranía excesiva para los
poetas, cuyo tiempo no se cuenta por horas, minutos o segundos, sino por sílabas,
acentos y hemistiquios. A partir de esta premisa se ha asumido que el diario
poético es una modalidad puramente virtual, sin más anclaje referencial que un
disperso registro de constantes vitales. Se diría que todo libro de poemas
tiene algo de diario, pero nunca en grado suficiente como para legitimar el
estallido de un nuevo Big Bang en la galaxia Gutenberg.
Sin
embargo, basta con echar un vistazo a la literatura del siglo XX ―ese gran almacén
de trapero― para desmentir tal hipótesis. Aunque no atiendan con rigor
prescriptivo a la correspondencia entre el devenir temporal y la evolución
psicológica del personaje-autor, en la poesía española abundan los diarios: hay
diarios viajeros (Diario de un poeta
recién casado, de Juan Ramón Jiménez), diarios testimoniales (el
estremecedor Diario de Djelfa, de Max
Aub), diarios íntimos (Páginas de un
diario, de Eloy Sánchez Rosillo; Diario
cómplice, de Luis García Montero; Diario
abierto, de Dionisia García), diarios paródicos (Diario de un poeta recién cansado, de Jon Juaristi), y hasta
diarios de incógnito (¿qué otra cosa son Cancionero
y romancero de ausencias o Poeta en
Nueva York?). En algunas ocasiones, el diario en prosa se convierte en el
margen de la página o en la nota al pie que permite decir las cosas que no se
dijeron en los versos, como certifican los dietarios de Carlos Barral, Jaime
Gil de Biedma o José Antonio Gabriel y Galán. Y otras veces, en fin, el diario
construye una arquitectura monumental que no puede subordinarse a las demás
facetas creativas de un escritor: así, el Salón
de pasos perdidos de Andrés Trapiello ilustra de manera ejemplar una saga /
fuga hacia territorios novelescos y ensayísticos.
Dos libros
recientes reivindican una condición miscelánea que conecta con el proyecto
artístico y personal del diario, ese caos ordenado que aspira a reflejar la
imagen de un rostro. En Insumisión
(Madrid, El Vaso Roto, 2013), Eduardo Moga reanuda la empresa acometida en Bajo la piel, los días (2010). Como en
aquel libro, los retazos narrativos, las reflexiones metaliterarias y las
viñetas sociales se engarzan con naturalidad en la cadena de montaje del
discurso. Además, la inserción de fragmentos poéticos (o de poemas
fragmentarios) contribuye a una ambición de escritura total, sostenida en una
textualidad palimpsestuosa y movida
por una honda vibración existencial. Por su parte, Vistas y panoramas (Zaragoza, Eclipsados, 2013), de Carlos Alcorta,
oscila entre las densas iluminaciones y el juego de correspondencias. Más allá
del apunte paisajístico, de la écfrasis pictórica o de la mirada sin dueño que
anota los prodigios cotidianos, Alcorta acierta a transmitir una áspera emoción
y una filosofía serena. “He transformado mi pasión por la poesía en una fórmula
que me impide apasionarme por la vida”, leemos en “El valor de un secreto”. No
obstante, el voyeur que se asoma al
interior de un diario sabe que no se puede establecer una auténtica escisión
entre poesía y biografía. Discutido y discutible, el diario poético transforma
la machadiana “palabra en el tiempo” en fe de vida, razón histórica y conciencia
crítica.
(Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 25 de julio de 2013)
Hola, he leído varios artículos tuyos sobre poesía española , que me han parecido interesantes ,y este verano he estado leyendo tu ensayo "Poesía en pie de paz", y no solo me ha gustado , sino que lo he degustado y disfrutado con su lectura, felicitarte por el trabajo.
ResponderEliminarSaludos