Como cualquier teórico de la recepción sabe —y así lo intuía
ya Heráclito en medio de su río dinámico—, nadie lee dos veces la misma novela.
También ha escrito Hanif Kureishi que no hay mayor crueldad que releer a Kerouac
en general, y En la carretera en
particular, cuando uno ha dejado de identificar el prurito de libertad con el
acné juvenil. Esa es una de las razones por las que no suelo recorrer las
páginas que transité en mi adolescencia. Sin embargo, una de mis impresiones
más vivas como pretérito lector omnímodo, sin orden ni concierto, tiene que ver
con Zona sagrada. Apenas recuerdo más
que el fervor entre edípico y hamletiano del protagonista por su madre, que se
le parecía mucho a la María bonita del cine mexicano. De aquel deslumbramiento
inicial saqué dos conclusiones precipitadas: que mi cinefilia militante no era
incompatible con el placer del texto y que había vida inteligente después de
Borges. Fuentes manejaba con envidiable soltura las estrategias del montaje
discursivo: sus narraciones son ricas en flash
backs, fundidos encadenados, contrapicados y travellings laterales. También
sabía cristalizar en los objetos las violentas pasiones de sus personajes, como
si todos ellos guardaran un Rosebud en
la recámara de la conciencia. Leí más tarde algunas novelas de Carlos Fuentes,
mejor construidas y más ambiciosas que Zona
sagrada, pero nunca dejé de admirar al autor que transformó a María Félix
en perdurable icono literario.
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