Era cuestión de tiempo, supongo. Esta mañana, mientras caminaba semioculto tras la hojarasca del periódico, he escuchado una voz que clamaba: “¡Señor, señor!”. Una vez descartada una plegaria a voz en cuello (para eso está Madrid), y después de haber comprobado que en unos metros a la redonda no había nadie que se pudiese atribuir mejor tal vocativo, he inferido que alguien me llamaba al anónimo modo. Y sí, mis 26 seguidores y algún curioso ocasional lo intuyen: se trataba del hombre que alimenta a los gatos. Después de meses fingiendo no verlo, pese a los boles repletos de catchow y a la proliferación incontrolada de la fauna gatuna, he sucumbido a su súplica. En un español macarrónico (él), en un inglés maltratado (yo) y en un maullido sostenido (ellos), hemos acordado de consuno abrir un hueco en la verja que circunda el solar donde aquellos seres pacen, o la acción que les corresponda. Allí, con la experiencia que da el conocimiento (o a la inversa), el hombre ha rescatado a un minino negro de unas dos pulgadas de diámetro, lo ha introducido metódicamente en una bolsa de Mercadona y lo ha depositado con sumo cuidado en la acera, junto a sus congéneres y un recipiente con leche. En una koiné improvisada, nos hemos agradecido recíprocamente tan gratificante tarea, y cada uno a lo suyo. Dos cosas me inquietan: la sospecha de haber vulnerado las ordenanzas relativas al vallado municipal y la certeza de que ya nada volverá a ser lo mismo entre el jubilado inglés, esos sucios felinos y yo.
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