lunes, 30 de septiembre de 2013

Muerte de un naturalista



La literatura acaba convirtiéndose en un mausoleo plagado de aspirantes a la inmortalidad. Uno podría dedicarse a escribir obituarios mensualmente hasta transformar la sección poética en una suerte de necrología portátil e ilustrada. Ya dijo Borges, disfrazado de bandoneonista, que “morir es una costumbre / que sabe tener la gente”. Sin embargo, tengo la convicción de que algunos autores sobrevivirán a la manía funeraria del presente y serán los coetáneos de quienes ni siquiera sean nuestros contemporáneos. El irlandés Seamus Heaney (1939-2013) es uno de esos nombres tocados por la gracia de la eternidad. Lo vi una vez, en una edición de Cosmopética: hombros encorvados, chaqueta de pana y un hilo de voz que se volvía fluvial y brotaba torrencialmente cuando recitaba sus versos. A diferencia de otros bardos, fijados a su pedestal o acomodados a las dimensiones de su urna griega, Heaney parecía ajeno a las contorsiones de la fama, ligeramente incómodo y parcialmente feliz. 
            Poco después compré su poesía reunida: un Campo abierto que recoge treinta años de escritura, desde Muerte de un naturalista (1966) hasta El nivel espiritual (1996). Siempre me han gustado los poetas con los pies en la tierra, aunque asomen la cabeza entre las nubes. Y Heaney es uno de los autores más telúricos que uno haya podido leer. De haber crecido en nuestros pagos cainitas, le habrían endosado el baldón de “poeta de la berza” sin miramientos. Hay quien cincela sus versos como lo haría un escultor y quien les asesta brochazos como un expresionista norteamericano. Seamus Heaney da la impresión de construir sus composiciones igual que un obrero levantaría una casa, con materiales pobres (abundan las granjas, las fábricas y los recintos domésticos) y con las manos manchadas de barro (de eso hablan “Bann Clay” y “The Mud Vision”). Heaney hubo de afrontar años oscuros: nació con la Segunda Guerra Mundial y vivió los tiempos más duros del terrorismo irlandés. Moviéndose por la literatura como un agente doble, su obra alude elípticamente a los conflictos exteriores y muestra la tensión de una violencia en suspenso que nunca llega a estallarnos en las manos. Quizá por eso, en su discurso de recepción del Nobel, señalaba que la función de la poesía consistía en aunar la naturaleza solidaria del hombre con la inclemencia del mundo al que está constantemente expuesto.
            Seamus Heaney también escribió un poema sobre España: “Verano de 1969”. Frente a lo que cabría esperar del subgénero de la lírica turística, el escritor abandona el pintoresquismo del paisaje para encerrarse en las salas del Museo del Prado. Allí, contemplando las pinturas de Goya, Heaney culmina su reflexión ―y yo este sucinto homenaje― con los siguientes versos, según la versión de Vicente Forés y Jenaro Talens: “Me retiré al frescor del Prado. / Los fusilamientos del Tres de Mayo de Goya / cubría una pared ―con los brazos en alto / y el espasmo del rebelde, los militares con / casco y mochila, la eficiente / ráfaga de los fusiles. En la siguiente sala, / sus pesadillas, injertadas en el muro del palacio ― / ciclones oscuros, alzándose, rompiendo; Saturno / enjoyado en la sangre de sus propios hijos, / caos gigantesco haciendo girar sus caderas brutales / sobre el mundo. También, ese encinar / donde dos locos se apalean a muerte / por cuestiones de honor, metidos en el fango, y hundiéndose. // Él pintaba con sus puños y codos, haciendo florecer / la corteza teñida de sangre de su corazón mientras la historia cargaba”.


(Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 26 de septiembre de 2013)

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