Cada cual
espera una cosa de la vida, si bien ―como reza el anuncio― no tenemos sueños
baratos. La gente vota a distintas siglas y se declara hincha de diferentes
clubes de fútbol, aunque en ambas pasiones predomine el bipartidismo. Basta
bucear por las cañerías de la Red para percatarse de que hay opiniones
encontradas sobre la calidad de los restaurantes, el servicio de los hoteles y
el cuidado de las mascotas. No faltan quienes reivindican con ardor guerrero
las mismas películas que a otros les parecen un ejercicio de abyección. Y hace
poco leí que un profesor ruso mató a un colega que defendía la superioridad de
la novela sobre el ensayo, a tal punto llegaría ―imagino― el calor de la
discusión. Como sabemos que sobre gustos sí hay algo escrito, quedémonos con la
cara B del refranero: “En la variedad está el gusto”.
Sin embargo, existe una excepción a
esa variopinta gama de preferencias humanas, y ese privilegio le corresponde a la
poesía. A juzgar por entrevistas, reseñas y demás paratextos, autores y
lectores exigen exactamente lo mismo: emoción. Por supuesto, hay emociones y
emociones. En tanto que los vates en prácticas tienden al merengue sentimental,
con azúcares añadidos, los veteranos aspiran a ponernos la piel de gallina, los
pelos de punta y el ánimo del revés. A estas alturas ya me habrán calado. Sin
duda nos las vemos con un esteta, dirán ustedes, con un parnasiano que
desprecia la fibra sensible y admira la arquitectura rococó. Pues tampoco. No
obstante, planteado de manera un tanto gruesa, ese es más o menos el estado de
la cuestión sobre la finalidad de la lírica. Seguimos operando con el mismo
instrumental quirúrgico que cuando estudiábamos el Barroco: o eres de Quevedo o
eres de Góngora; o lo tuyo es el conceptismo o te va lo culterano. Pero... ¿por
qué debería emocionar la poesía actual? A la novela no le pedimos emoción, o al
menos no en mayor dosis que misterio, aventura, erotismo o fascinación
estética. Cuando vamos al cine no esperamos volver con los ojos empañados de
lágrimas ―salvo si nos gustan los dramones a lo Douglas Sirk―, sino asistir a
la construcción de un artefacto ficcional y al despliegue psíquico de unos
personajes. Por eso no deja de sorprenderme el raro prestigio del que gozan las
pasiones cartesianas en el Parnaso. “Un libro que persigue emocionarnos” es un
juicio inverosímil salvo si se aplica a un libro de poemas. Y mencionar el
“alto voltaje sentimental” de una obra sería un elogio envenenado si habláramos
de una novela, pero un elogio sin aditivos si nos referimos a una colección de
versos. Se diría que la destilación confesional es el único nexo que conecta al
poeta con los lectores, por lo que romperlo equivaldría a cortar la
comunicación o a colgar el teléfono.
Sinceramente, no lo creo. Me parece
que existe un tipo de complicidad intelectual tan intensa como la complicidad
afectiva, y acaso más cercana a la sensibilidad de hoy. Cuando abro un libro de
poemas no quiero que el autor me ayude en mi desvalimiento existencial, ni
deseo ver reflejada mi intemperie vital en otra intemperie vital. No confío en
la capacidad terapéutica de la lírica. Asumo la poesía después de Auschwitz,
pero no la catarsis después de Auschwitz. Cuando abro un libro de poemas, espero
que me haga pensar. Espero que me haga sonreír. Espero que me interpele como
ciudadano. Espero que me abra la puerta de lo real y la sala del museo. Y,
aunque el mal de muchos sea magro consuelo, me consuela que otros compañeros de
viaje coincidan en esa apreciación. Releyendo estos días un artículo de Alberto
Santamaría recogido en Poesía con Norte
(2013), me he encontrado con la siguiente afirmación: “desde mi punto de vista
el poema es un acto mental, alejado de lo sentimental”. No, no se trata de
poner puertas al arte ni de incurrir en el vicio contrario al que aquí se
censura. Pero los anemotivos también tenemos derecho a pedir a las musas algo distinto
a las tres trazas de emoción que hasta ahora nos han ofrecido.
Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 28 de mayo de 2015
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