La literatura
acaba convirtiéndose en un mausoleo plagado de aspirantes a la inmortalidad.
Uno podría dedicarse a escribir obituarios mensualmente hasta transformar la
sección poética en una suerte de necrología portátil e ilustrada. Ya dijo
Borges, disfrazado de bandoneonista, que “morir es una costumbre / que sabe
tener la gente”. Sin embargo, tengo la convicción de que algunos autores
sobrevivirán a la manía funeraria del presente y serán los coetáneos de quienes
ni siquiera sean nuestros contemporáneos. El irlandés Seamus Heaney (1939-2013)
es uno de esos nombres tocados por la gracia de la eternidad. Lo vi una vez, en
una edición de Cosmopética: hombros encorvados, chaqueta de pana y un hilo de
voz que se volvía fluvial y brotaba torrencialmente cuando recitaba sus versos.
A diferencia de otros bardos, fijados a su pedestal o acomodados a las dimensiones
de su urna griega, Heaney parecía ajeno a las contorsiones de la fama, ligeramente
incómodo y parcialmente feliz.
Poco después compré su poesía
reunida: un Campo abierto que recoge
treinta años de escritura, desde Muerte
de un naturalista (1966) hasta El
nivel espiritual (1996). Siempre me han gustado los poetas con los pies en
la tierra, aunque asomen la cabeza entre las nubes. Y Heaney es uno de los
autores más telúricos que uno haya podido leer. De haber crecido en nuestros
pagos cainitas, le habrían endosado el baldón de “poeta de la berza” sin
miramientos. Hay quien cincela sus versos como lo haría un escultor y quien les
asesta brochazos como un expresionista norteamericano. Seamus Heaney da la
impresión de construir sus composiciones igual que un obrero levantaría una
casa, con materiales pobres (abundan las granjas, las fábricas y los recintos
domésticos) y con las manos manchadas de barro (de eso hablan “Bann Clay” y
“The Mud Vision”). Heaney hubo de afrontar años oscuros: nació con la Segunda
Guerra Mundial y vivió los tiempos más duros del terrorismo irlandés.
Moviéndose por la literatura como un agente doble, su obra alude elípticamente
a los conflictos exteriores y muestra la tensión de una violencia en suspenso
que nunca llega a estallarnos en las manos. Quizá por eso, en su discurso de
recepción del Nobel, señalaba que la función de la poesía consistía en aunar la
naturaleza solidaria del hombre con la inclemencia del mundo al que está
constantemente expuesto.
Seamus Heaney también escribió un
poema sobre España: “Verano de 1969”. Frente a lo que cabría esperar del
subgénero de la lírica turística, el escritor abandona el pintoresquismo del
paisaje para encerrarse en las salas del Museo del Prado. Allí, contemplando
las pinturas de Goya, Heaney culmina su reflexión ―y yo este sucinto homenaje―
con los siguientes versos, según la versión de Vicente Forés y Jenaro Talens: “Me
retiré al frescor del Prado. / Los
fusilamientos del Tres de Mayo de Goya / cubría una pared ―con los brazos
en alto / y el espasmo del rebelde, los militares con / casco y mochila, la
eficiente / ráfaga de los fusiles. En la siguiente sala, / sus pesadillas,
injertadas en el muro del palacio ― / ciclones oscuros, alzándose, rompiendo;
Saturno / enjoyado en la sangre de sus propios hijos, / caos gigantesco
haciendo girar sus caderas brutales / sobre el mundo. También, ese encinar /
donde dos locos se apalean a muerte / por cuestiones de honor, metidos en el
fango, y hundiéndose. // Él pintaba con sus puños y codos, haciendo florecer /
la corteza teñida de sangre de su corazón mientras la historia cargaba”.
(Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 26 de septiembre de 2013)
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