jueves, 26 de junio de 2014

Poesía para levitar


No son pocas las colecciones de poesía que aspiran a dejar su impronta en la convulsa constelación editorial de nuestros días. Mientras que algunas aparecen y desaparecen como satélites fugaces, otras presentan una atmósfera respirable y exhiben una vocación de permanencia. Entre estas últimas cabe destacar la colección “El Levitador”, de la editorial Polibea, que está construyendo un catálogo consistente con una única arma secreta: el criterio. Bajo la dirección de Juan José Martín Ramos, ya han levitado títulos de autores como Javier Lostalé, José Cereijo, Bárbara Butragueño, Aitor Francos o Sergi Gros. La convivencia de nombres consolidados y voces nuevas es otro aliciente para aquellos lectores que no solo buscan la evidencia de lo que ya saben, sino que se entregan al placer del descubrimiento. En las siguientes líneas me voy a centrar en las obras más recientes de Francisco José Martínez Morán y Verónica Aranda: dos autores que cuentan con una relevante trayectoria, pero que aún constituyen una parte joven de la última “poesía joven” (paréntesis retórico: aunque esto parezca un pleonasmo, es más bien una lítote).
            En Obligación, Francisco José Martínez Morán (1981) incide en las constantes vitales de Tras la puerta tapiada (Premio “Hiperión”) y tiende hacia una mayor depuración formal. Como señala Juan Antonio González Iglesias en el prólogo, estamos ante “un libro barroco en sus formas y romántico en su contenido”. En efecto, existe en los versos de Martínez Morán una corriente subterránea que amenaza con desestabilizar la sólida arquitectura del poema. El primer apartado ofrece una lección del vacío a partir de dos emblemas: la grieta y la ruina. Si la primera indica la discontinuidad entre el tiempo y la materia, la segunda muestra la sutura espacial entre “el escombro y la mirada”. La siguiente sección es a la vez un catálogo de trabajos de amor perdidos (o ganados) y un tratado neocartesiano sobre las pasiones del alma. Las incontables arenas de Catulo, las “medulas que han gloriosamente ardido” y las batallas de amor en las que combatió Aldana se dan cita en una peculiar reescritura de las metáforas del erotismo. Finalmente, la última parte aborda el edificio de la palabra. Los homenajes a Anna Ajmátova y a Zbgniew Herbert conviven con las cartografías convertidas en verbo, como las viejas fachadas de Lisboa o las aguas corrientes del río Moldava. En suma, las piezas breves y densas de Obligación nos recuerdan que una de la funciones de la poesía es hacer habitable la intemperie: “Si miro más allá, / catalogo el destierro”.
            El arte de la brevedad cristaliza también en Lluvias continuas, de Verónica Aranda (1982), una gavilla de haikus nómadas en los que se dan cita la caducidad del instante y la transitoriedad de los lugares de paso. Como sabe el aficionado al género, el haiku es para la autora mucho más que el juego de las tres en raya. Se trata de una manera de contemplar la realidad y de hacer “camino al andar”. Por eso, en la senda de Lluvias continuas, el paisaje tiene tanta relevancia como el paisanaje. El mendigo del páramo, el monje albino o los vendedores del mercado pueblan unos versos que resemantizan el viejo concepto de la aldea global. Así, estos haikus se pasean por el zoco de Fez, se bañan dos veces en el mismo Ganges y se dejan deslumbrar por la luz de la Alfama. Tan atenta al espectáculo de lo sublime (“Inmensidad: / el cóndor sobrevuela / las cataratas”) como a la lírica de lo insignificante (“¡Zas! La luciérnaga. / Se ilumina un instante / el cubo de agua”), Verónica Aranda tiene la capacidad de sintetizar tradición y modernidad. En Lluvias continuas puede escucharse la música del mundo y el latido cordial del universo. Ojalá sigamos levitando un buen rato.

 










Publicado en el suplemento “Arte y Letras” del diario Información, el 26 de junio de 2014




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