lunes, 21 de mayo de 2012

Carlos Fuentes en la zona sagrada


Como cualquier teórico de la recepción sabe —y así lo intuía ya Heráclito en medio de su río dinámico—, nadie lee dos veces la misma novela. También ha escrito Hanif Kureishi que no hay mayor crueldad que releer a Kerouac en general, y En la carretera en particular, cuando uno ha dejado de identificar el prurito de libertad con el acné juvenil. Esa es una de las razones por las que no suelo recorrer las páginas que transité en mi adolescencia. Sin embargo, una de mis impresiones más vivas como pretérito lector omnímodo, sin orden ni concierto, tiene que ver con Zona sagrada. Apenas recuerdo más que el fervor entre edípico y hamletiano del protagonista por su madre, que se le parecía mucho a la María bonita del cine mexicano. De aquel deslumbramiento inicial saqué dos conclusiones precipitadas: que mi cinefilia militante no era incompatible con el placer del texto y que había vida inteligente después de Borges. Fuentes manejaba con envidiable soltura las estrategias del montaje discursivo: sus narraciones son ricas en flash backs, fundidos encadenados, contrapicados y travellings laterales. También sabía cristalizar en los objetos las violentas pasiones de sus personajes, como si todos ellos guardaran un Rosebud en la recámara de la conciencia. Leí más tarde algunas novelas de Carlos Fuentes, mejor construidas y más ambiciosas que Zona sagrada, pero nunca dejé de admirar al autor que transformó a María Félix en perdurable icono literario.


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