miércoles, 14 de septiembre de 2011

Mapa de la Atlántida

Lo descubrí hace poco. No vivo en la pequeña localidad levantina que aparece en mi DNI, sino que me he mudado a una cartografía hipotética, como Matrix, Gotham City o Marienbad. He descubierto que hay otro pueblo en mi pueblo: un territorio vallado y fantasmal, perfectamente trazado a escuadra y cartabón, y con una amplia variedad de mobiliario urbano en pleno proceso de descomposición orgánica. Si el peatón vadea ligeramente un poste magullado o si el automovilista se limita a equivocarse de dirección, es muy probable que entre en esa dimensión desconocida. Allí hallará columpios tapados por espectaculares capas de plástico, hileras de bancos cubiertas por una fina pátina de polvo finisecular y varios terrenos jalonados de alborozada broza. Una poética imago de las naturalezas muertas del Barroco, que al anochecer se convierte en un sombrío parque de atracciones al que solo acudiría la familia de David Lynch. Al principio, los lugareños, de natural receloso, desconfiaban de tal aparición espectral, de manera que solo el contenido de las flamantes papeleras atestiguaba la presencia humana (juvenil) y las preferencias etílicas (Cacique con Cola) de la comunidad. Sin embargo, con el tiempo, la gente ha acabado perdiéndole el miedo a pasear por su particular Atlántida, por lo que ahora es frecuente encontrarse con ciclistas, perros, madres con niños, ciclistas maternales, niños emperrados y otros bien estudiados ejemplares de la fauna autóctona. La duda que me asalta es la siguiente: ¿qué ocurriría si los habitantes prefirieran este otro pueblo a su residencia habitual? En efecto, bien podría acabar vaciándose el receptáculo real y superpoblándose el espacio virtual, según la conocida ley de los movimientos migratorios. En cualquier caso, no cabe duda de que la especulación urbanística nos ha hecho grandes. No solo disponemos de un búnker (eso sí, al aire libre) que podría habilitarse en caso de emergencia nuclear. Además, tenemos la oportunidad de disfrutar de un paisaje estético en busca de contemplador. Una única carencia me impide disfrutar de la Atlántida en todo su fantasmagórico esplendor: nunca aprendí a montar en bicicleta.



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